Sebastián Hacher, periodista y escritor de Sangre Salada: «A Castillo no le importa nada»

Charla con Sebastián Hacer en Contingencia Broadcasting (lun a vier 12 a 14hs). Editor de Cosecha Roja, pasó cuatro años investigando la feria y publicó el libro Sangre salada. Durante ese período entrevistó a Castillo.

Fragmento del libro «Sangre Salada», capítulo 3:

«…Lo entrevisté por primera vez en julio de 2008. En aquel entonces era considerado el hombre fuerte de La Salada, aunque sólo administraba Punta Mogotes. En ese encuentro habló sin parar durante casi una hora. Nicolás Francés, mi compañero, quiso hacerle un retrato. Castillo intentó regalarnos una buena pose, y yo recordé que había visto su foto en una revista. “El rey de la Argentina trucha” decía la tapa. Y debajo del titular estaba él, con su gesto de hiena vieja.

–No te rías para la cámara –dije–. Vas a salir igual que en esa revista.

Era imposible no tutearlo.

–A mí no me importa nada –respondió.

Lo dijo, levantó los hombros y no pudo reprimir la risa. Era el mismo gesto que había visto en la imagen.

Esa tarde explicó que nada lo afectaba: hablasen mal o bien, todo era propaganda para el negocio. Tenía motivos para estar tranquilo. Manejaba la feria más grande del país y nadie parecía dispuesto a moverle el piso. Y si alguien intentaba algo, primero tenían que superar a los dos custodios de la puerta. Ambos parecían convincentes. Desde la seguridad de Hugo Chávez no veía tipos tan grandotes dedicados a cuidar a alguien. Y tampoco me había cruzado con gente que disimulara tan mal las pistolas Glock 9 milímetros en la cintura. Claro que había diferencias: los custodios de Hugo eran un mini ejército de hombres de guayabera roja, y los de Castillo apenas dos policías bonaerenses entrados en kilos. Pero imponían el mismo tipo de respeto.

Aquella vez nos había citado a las doce del mediodía. La oficina era su casa de la infancia, una construcción de dos plantas en un callejón frente a Punta Mogotes. Se entraba por un garage y los despachos estaban en la planta alta, atrás de la terraza. Al fondo todavía vivía su padre, que estaba por cumplir noventa años y no pensaba irse del barrio. Castillo, en cambio, se había mudado a un barrio cerrado en Pilar.

Lo esperamos durante dos horas. Cuando estábamos por irnos, en la entrada de la casa estacionó una camioneta Dodge Ram. Era una 4×4 que usada cuesta 50 000 dólares y que parece sacada de una serie ambientada en Beverly Hills. Castillo bajó del asiento del conductor. Enseguida lo rodeó una docena de personas. Él caminaba y parecía escucharlos a todos a la vez. Cada tanto paraba a responder algo. Los destinatarios tomaban sus palabras como una especie de bendición y se iban con ellas.

–Don Jorge –lo encaró un carrero de mirada gacha–, voy a ser papá, necesito un préstamo de 5000 pesos.

–Es mucha guita. Conseguite diez compañeros tuyos que te salgan de garantes y te lo damos.

–Castillo –se quejó otro que bajó de una bicicleta–, estoy vendiendo cds de películas y la policía me quiere cobrar coima.

–¿Y para qué vendés eso? Dedicate a hacer algo legal y ya.

Dos pasos más, y un empleado de seguridad le explicó que un carrero le había robado a un puestero, y que la víctima le pedía plata a cambio de no denunciarlo. Castillo pareció dudar un segundo.

–Ninguno de los dos puede trabajar más. Ni el carrero ni el vendedor.

El empleado de seguridad asintió y se fue, pero no parecía muy convencido. Algunas de esas órdenes dadas a viva voz eran como los pedidos de cortar cabezas que hacía la reina de Alicia en el País de las Maravillas. Nadie estaba dispuesto a cumplirlas.

–Somos los periodistas –anuncié cuando logré acercarme–…»

El rey de La Salada

 

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